miércoles, 28 de noviembre de 2012

Del pasado efímero


       Ayer, una llamada inesperada terminó desencadenando un ejercicio de nostalgia del que, casi veinticuatro horas más tarde, todavía no he podido recuperarme. Venciendo una correosa negativa a abrirme cuenta en Facebook, que venía arrastrando hace años por considerarlo un innecesario –e incluso peligroso- expositor  de las propias vergüenzas ante el mundo, la red social me ofrecía de repente la posibilidad de recuperar el contacto con los amigos/as del colegio. Gente que de la que, en algunos casos,  hace más de treinta años que no sabía nada.

            Con medio siglo ya sobre nuestras espaldas, mis compañeros y yo mismo somos en cierto modo, lo sepamos o no, huérfanos de una memoria que nos ha arrebatado los espacios físicos de nuestra infancia. Un barrio de ladrillos rojos que nació con nosotros en el albur de los 60 y que sucumbió a la piqueta cuando empezábamos a volar fuera de él hacia nuestro destino como adultos, y un colegio blanco y chato con oscuras galerías y patios segregados para niños y niñas que desapareció incluso antes. Apenas quedan algunos poquísimos bloques de granito de aquellos muros que de muy chicos se nos antojaban enormes e infranqueables, y que aprendimos a ocupar durante largas horas entre risas y canciones cuando dimos el último estirón.

            Somos huérfanos, también, porque nos tocó vivir unos años atropellados en los que cambiaron muchas cosas, como cambiamos nosotros mismos. Debimos ser los últimos niños de postguerra en una escuela en la que se formaba marcialmente en los patios al son del “prietas las filas”, se aprendía a base de capones y palmetazos y en mayo se traían flores a María, que madre nuestra es. Una escuela con una directora, Doña Manolita, que nos ponía cada mañana una “máxima” que teníamos que recoger para copiar en la pizarra de cada clase, y de la que nos enteramos después que inventó el “día del padre” coincidiendo con San José Obrero, para mayor gloria del Corte Inglés.

            Éramos niñas y niños de unas calles en las que se podía transitar y que eran nuestro territorio hasta que nos llamaban nuestras madres a gritos para subir a merendar pan con chocolate, o con mantequilla y azúcar, lo que tocara. Unas calles en las que aprendimos a vivir con las rodillas desolladas haciendo guás para las canicas, o fogatas que nos costaban un tirón de orejas cuando volvíamos oliendo a humo. En las que la calzada podía ser la frontera de una batalla a pedradas que invariablemente acababa al primer escalabrado y en la que cada plaza era un fortín a conquistar. En las que, a falta de tecnologías, jugábamos al escondite y a las cuatro esquinas, o a la taba, o al gol regañao, caótico partido de un fútbol sin reglas ni límites, como nuestra ingenuidad.

            Éramos niños y niñas alegres en un país triste, en blanco y negro, en el que intuíamos que pasaban cosas que no se decían en alto. Donde aparecían pintadas que nadie sabía quien hizo jugándose la cárcel. Y todo, sin darnos cuenta, y como nosotros, iba cambiando. Aprendimos a juntarnos y a conocernos, niños y niñas a quienes nos habían segregado  por un mojigato concepto del pecado, según íbamos creciendo y las calles y los televisores se iban llenado de colores, los profes y las profas iban siendo menos huesos (aunque ojo con Don Ramón, el malo de los hermanos Polvorinos), y nosotros nos preparábamos para comernos el mundo.

            Cuando empezábamos a conocernos y a despertar a la vida se nos acabó el cole y empezamos cada uno a buscar nuestro camino. Algunos seguimos viéndonos mientras el tiempo iba haciendo su trabajo depositando un fino velo de polvo sobre nuestros recuerdos, y nuestra pequeña patria de la infancia desaparecía para renacer en grises y fríos bloques de hormigón mientras nosotros –la mayoría- nos alejábamos. Pero eso forma ya parte de otra historia.

martes, 20 de noviembre de 2012

Que no es una crisis, que es una estafa


   La crisis, así, con su artículo determinado, es la palabra clave que define el contexto de cualquier cosa ahora mismo. Se ha convertido en el marco de todas las fotos, en la pantalla que nos sirve las imágenes confusas de un mundo incierto y amenazante, o en el papel en que se escriben las noticias de los daños, colaterales o no, que provocan en el pueblo llano políticos y banqueros al alimón y también los sesudos estudios que nos auguran negros presagios para el futuro próximo.

   Es palabra tramposa, que vale para explicar y justificar hasta lo injustificable. Que lo mismo sirve para excusarse por haberte dejado sin empleo que para cargarse el sistema sanitario o educativo. Que sirve, sobre todo, para confundirnos sobre el origen y el alcance del verdadero problema: que hay unos cuantos que han decidido ser cada vez más ricos a costa de que todos los demás seamos cada vez más pobres.

   Nos enteramos a través de la Contabilidad Nacional de que por primera vez los beneficios del capital, que aumentarán este año en más de 12.000 millones de euros, superarán a las rentas del trabajo, que caen globalmente casi 26.000 millones, en una tendencia imparable de transferencia de rentas del trabajo hacia las rentas del capital que aumentará durante el año 2013. Ya vemos para quién es la crisis y que hombros deben soportarla.
   Fuente: http://www.cincodias.com/articulo/economia/crisis-da-vuelta-tarta-renta-beneficios-superan-salarios/20121116cdscdseco_9/

   Acaba de publicar el Sindicato de técnicos del ministerio de Hacienda (GESHTA) un informe en el que alude a las “clases medias” como las más castigadas por la omnipresente crisis. Concepto curioso, el de clase media, que tanto ha servido para permitir sacar pecho a la parte más acomodada de la clase trabajadora, que creyó ser lo que no era en un sueño que para algunos terminó abruptamente cuando de repente se quedaron en la calle con una mano delante y otra detrás y que sus aspiraciones, dependientes de un salario, se trocaban en exclusión por la vía del despido. Va a ser que esto de la clase media, en el fondo, no es más que un espejismo para embarullar y ocultar la vieja lucha de clases, que es concepto antiguo, pero que aflora a la superficie cuando los vientos de la crisis se llevan por los aires los ropajes postmodernos con los que se pretende taparla.

   Llámense como se llamen, clase media o trabajadora, son los de siempre, los de abajo, los asalariados, los que a falta de otra cosa venden en el mercado su fuerza de trabajo, manual o intelectual, los que financian a la postre el delirio acumulativo de los tramposos que en esta partida de Monopoly tienen el cajón de los billetes, que al final son los que se quedan con las casas y las calles y, mira tu por dónde, con sus dados marcados nunca terminan, como deberían, en la cárcel.