Que esta crisis que nos atenaza no es casual, ya pocos lo
dudan. Que es consecuencia de un proyecto ideológico de inspiración neoliberal
al servicio de unas élites financieras cuya voracidad insaciable alienta la
acumulación de la riqueza en unas pocas manos y, por tanto, aumenta la
desigualdad en perjuicio de las clases más humildes, es público y notorio. Que
los gestores del poder político han sacrificado el interés público (y lo siguen
haciendo) para beneficio de los privadísimos intereses de esas oligarquías de
las finanzas, resulta evidente cada día para más gente.
A grandes
brochazos, éste es el escenario que nos prepara una cierta clase de políticos
que entregados en cuerpo y espíritu al credo neoliberal, ofician sus ritos de
alabanza a la ortodoxia presuspuestaria y nos recetan y recitan sus mantras
plagados de eufemismos para intentar convencernos de que no hay otro camino a
la salvación que el que pasa por despojarnos de haciendas y derechos,
sacrificados a mayor gloria del Dios mercado, que en un arrebato de ira es
capaz de mandarnos una troika de ángeles blandiendo informes flamígeros para
expulsarnos del Edén crediticio europeo.
Como quiera
que la resultante es un panorama desolador de desempleo, de pérdida y deterioro
de los derechos sociales y los servicios públicos, de pobreza creciente y
preocupantes expectativas de futuro, la ciudadanía se indigna en proporciones
crecientes y, pese a los llamamientos de Rajoy a la indolencia, sale a las
calles a manifestar su indignación y a exigir cambios radicales. Así, en la
calle se encuentran tanto los que, desde hace tiempo, venían luchando desde las
organizaciones clásicas de la izquierda social (partidos y sindicatos,
fundamentalmente), como nuevas cohortes, sobre todo de jóvenes, que no se
sienten representados en sus intereses por las instituciones y manifiestan un
discurso con un notable tinte antipolítico.
Realmente,
las coincidencias de fondo entre las críticas y las demandas expresadas por los
nuevos movimientos sociales al calor del 15M y sus epígonos y las críticas y
reivindicaciones de la izquierda transformadora son más que notables. Sin
embargo hay una mutua desconfianza que impide, o al menos dificulta, una acción
conjunta que multiplicaría la eficacia de la movilización popular. De un lado,
el trasfondo antipolítico de al menos una parte de los integrantes de los
nuevos movimientos, tiende simplificar las condiciones del enfrentamiento dialéctico
entre poder y ciudadanía manejando el concepto genérico de “clase política”
como un entorno de privilegios, con sus propios intereses ajenos a los
ciudadanos, en el que incluyen genéricamente a todos los partidos, metiendo en
el mismo saco a la derecha neocon y a la izquierda revolucionaria que,
evidentemente, no tienen mucho en común. No tienen en cuenta, además, que el
problema no es tanto la “política”, cuanto la orientación de esta. Reivindicar
una democracia real en las calles es un acto profundamente político, porque implica reivindicar la política como dinamizador social, como elemento
vertebrador y de servicio a los ciudadanos frente a los que la han devaluado
sometiéndola al dictado de la economía de mercado.
Desde los
ámbitos tradicionales de la izquierda se observa con cierto recelo la
emergencia de los nuevos movimientos, a los que se lanza una velada acusación
de haber descubierto de repente la receta de las sopas de ajo, viniendo ahora a
incorporarse con pretensiones de vanguardia a una lucha que viene de lejos y
que ha ido cristalizando las historias, banderas y tradiciones que forman un
sustrato emocional y un imaginario común que conforma las señas de identidad de
quienes se sienten la avanzadilla simpre incomprendida del movimiento obrero, a la espera de las “condiciones objetivas” que
permitan desencadenar la ansiada revolución social.
Las
distintas trayectorias generan asimismo distintos marcos semánticos y de
comportamiento que agrandan la brecha, más a nivel emocional que de contenidos,
entre ambas realidades. Los liderazgos y
los esquemas organizativos aceptados en la cultura de la izquierda tradicional
como elementos de cohesión y refuerzo se perciben como constreñimientos y
resabios de autoritarismo desde unos movimientos sociales que van construyendo
su identidad desde la horizontalidad y la inclusividad. La izquierda clásica
lanza a los nuevos actores la acusación de ser un conglomerado difuso y meramente
reactivo, ensimismado en una asamblea
permanente que produce un discurso atractivo pero estéril, sin posibilidad ni
capacidad de articular una alternativa al poder opresor; desde el otro lado se contesta con la crítica a unos partidos fosilizados y autocomplacientes,
autorreferenciales con sus esencias e intolerantes frente a la heterodoxia, de un
discurso áspero y excluyente e impermeables
a lo que piensa la calle.
El
corolario de todo lo anterior es la convivencia en la misma trinchera y frente al mismo enemigo, de un frente popular creciente, pero fragmentado y segmentado, cuyas fuerzas se
escapan a veces en la crítica a quienes son sus naturales aliados de clase,
haciendo el juego a una derecha económica cuyo salvavidas es, precisamente, la
atomización y la dispersión de los esfuerzos de la contestación que les viene desde abajo. Es preciso, y no me cansaré
de repetirlo en cuantos foros sea necesario, que todos apliquemos notables dosis de
generosidad y de amplitud de miras para, desde el
respeto a las particularidades de cada uno, lograr la confluencia necesaria entre los que estamos, cómodos o no con nuestros compañeros de lucha, contra los que
han decidido que unos pocos tienen que tener más, derechos incluidos, que la
inmensa mayoría. Lo que nos estamos jugando es nada más y nada menos que el
futuro, por lo que conviene pensar en construir otro escenario en el que todos
quepamos, en vez de andar dando tumbos mientras admiramos la perfecta redondez
de nuestros ombligos.