miércoles, 10 de octubre de 2012

Sobre izquierdas y movimientos emergentes


Que esta crisis que nos atenaza no es casual, ya pocos lo dudan. Que es consecuencia de un proyecto ideológico de inspiración neoliberal al servicio de unas élites financieras cuya voracidad insaciable alienta la acumulación de la riqueza en unas pocas manos y, por tanto, aumenta la desigualdad en perjuicio de las clases más humildes, es público y notorio. Que los gestores del poder político han sacrificado el interés público (y lo siguen haciendo) para beneficio de los privadísimos intereses de esas oligarquías de las finanzas, resulta evidente cada día para más gente.

            A grandes brochazos, éste es el escenario que nos prepara una cierta clase de políticos que entregados en cuerpo y espíritu al credo neoliberal, ofician sus ritos de alabanza a la ortodoxia presuspuestaria y nos recetan y recitan sus mantras plagados de eufemismos para intentar convencernos de que no hay otro camino a la salvación que el que pasa por despojarnos de haciendas y derechos, sacrificados a mayor gloria del Dios mercado, que en un arrebato de ira es capaz de mandarnos una troika de ángeles blandiendo informes flamígeros para expulsarnos del Edén crediticio europeo.

            Como quiera que la resultante es un panorama desolador de desempleo, de pérdida y deterioro de los derechos sociales y los servicios públicos, de pobreza creciente y preocupantes expectativas de futuro, la ciudadanía se indigna en proporciones crecientes y, pese a los llamamientos de Rajoy a la indolencia, sale a las calles a manifestar su indignación y a exigir cambios radicales. Así, en la calle se encuentran tanto los que, desde hace tiempo, venían luchando desde las organizaciones clásicas de la izquierda social (partidos y sindicatos, fundamentalmente), como nuevas cohortes, sobre todo de jóvenes, que no se sienten representados en sus intereses por las instituciones y manifiestan un discurso con un notable tinte antipolítico.

            Realmente, las coincidencias de fondo entre las críticas y las demandas expresadas por los nuevos movimientos sociales al calor del 15M y sus epígonos y las críticas y reivindicaciones de la izquierda transformadora son más que notables. Sin embargo hay una mutua desconfianza que impide, o al menos dificulta, una acción conjunta que multiplicaría la eficacia de la movilización popular. De un lado, el trasfondo antipolítico de al menos una parte de los integrantes de los nuevos movimientos, tiende simplificar las condiciones del enfrentamiento dialéctico entre poder y ciudadanía manejando el concepto genérico de “clase política” como un entorno de privilegios, con sus propios intereses ajenos a los ciudadanos, en el que incluyen genéricamente a todos los partidos, metiendo en el mismo saco a la derecha neocon y a la izquierda revolucionaria que, evidentemente, no tienen mucho en común. No tienen en cuenta, además, que el problema no es tanto la “política”, cuanto la orientación de esta. Reivindicar una democracia real en las calles es un acto profundamente político, porque implica reivindicar la política como dinamizador social, como elemento vertebrador y de servicio a los ciudadanos frente a los que la han devaluado sometiéndola al dictado de la economía de mercado.

            Desde los ámbitos tradicionales de la izquierda se observa con cierto recelo la emergencia de los nuevos movimientos, a los que se lanza una velada acusación de haber descubierto de repente la receta de las sopas de ajo, viniendo ahora a incorporarse con pretensiones de vanguardia a una lucha que viene de lejos y que ha ido cristalizando las historias, banderas y tradiciones que forman un sustrato emocional y un imaginario común que conforma las señas de identidad de quienes se sienten la avanzadilla simpre incomprendida del movimiento obrero,  a la espera de las “condiciones objetivas” que permitan desencadenar la ansiada revolución social.

            Las distintas trayectorias generan asimismo distintos marcos semánticos y de comportamiento que agrandan la brecha, más a nivel emocional que de contenidos,  entre ambas realidades. Los liderazgos y los esquemas organizativos aceptados en la cultura de la izquierda tradicional como elementos de cohesión y refuerzo se perciben como constreñimientos y resabios de autoritarismo desde unos movimientos sociales que van construyendo su identidad desde la horizontalidad y la inclusividad. La izquierda clásica lanza a los nuevos actores la acusación de ser un conglomerado difuso y meramente reactivo,  ensimismado en una asamblea permanente que produce un discurso atractivo pero estéril, sin posibilidad ni capacidad de articular una alternativa al poder opresor; desde el otro lado se contesta con la crítica a unos partidos fosilizados y autocomplacientes, autorreferenciales con sus esencias e intolerantes frente a la heterodoxia, de un discurso áspero y excluyente e  impermeables a lo que piensa la calle.

            El corolario de todo lo anterior es la convivencia en la misma trinchera y frente al mismo enemigo, de un frente popular creciente, pero fragmentado y segmentado, cuyas fuerzas se escapan a veces en la crítica a quienes son sus naturales aliados de clase, haciendo el juego a una derecha económica cuyo salvavidas es, precisamente, la atomización y la dispersión de los esfuerzos de la contestación que les viene desde abajo. Es preciso, y no me cansaré de repetirlo en cuantos foros sea necesario, que todos apliquemos  notables dosis de generosidad y de amplitud de miras para, desde el respeto a las particularidades de cada uno,  lograr la confluencia necesaria entre  los que estamos, cómodos o no con nuestros compañeros de lucha, contra los que han decidido que unos pocos tienen que tener más, derechos incluidos, que la inmensa mayoría. Lo que nos estamos jugando es nada más y nada menos que el futuro, por lo que conviene pensar en construir otro escenario en el que todos quepamos, en vez de andar dando tumbos mientras admiramos la perfecta redondez de nuestros ombligos.