Hoy toca
hablar de un país hermano que anda enfrascado en un épico combate contra uno de
sus más notables demonios, esta vez en forma de una deuda exterior que lastra
sus finanzas y compromete seriamente la calidad de vida de sus ciudadanos. Se
trata, como no, de Grecia, ese rincón mediterráneo que asociamos a templos en
ruinas, islas paradisíacas y tradiciones milenarias entre el mito y la cultura.
Nosotros, los
que vivimos en países que compartimos ciertas prácticas de gobierno y una
cultura y formas de vida cada vez más comunes, nos solemos referir a nosotros
mismos como “democracias occidentales”. Esas que, bajo el paraguas de la Unión Europea y sus
instrumentos financieros, acosan hoy a la venerable Grecia, cuna de la
civilización europea e inventora de la democracia – y no sólo del término, sino
del propio sistema- para exigirle que sus ciudadanos paguen con su miseria un endeudamiento que es fruto de la
connivencia entre sus propias élites políticas, que han mentido sistemáticamente
respecto a su nefasta gestión económica, y las grandes potencias financieras
centroeuropeas (léase la banca alemana), que bajo la excusa de la ortodoxia
económica pretenden constituir una Europa dual en la que la periferia mediterránea
ocupe un papel subsidiario respecto al núcleo duro franco-alemán.
Y hete aquí
que los griegos, dos mil quinientos años después, nos siguen dando lecciones de
democracia. Porque, en contra de lo acostumbrado por estos lares en que los
gobiernos actúan sin preguntar, el gobierno de Syriza ha utilizado el mecanismo
más democrático posible para legitimar su oposición a la hoja de ruta marcada
por la troika. Un referéndum que ha contestado abrumadoramente a los agoreros
que amenazaban con la exclusión de Grecia del selecto club del euro, dando la
medida de un pueblo sabio y antiguo que ha perdido muchas cosas, pero que no
está dispuesto a renunciar a la más importante, su dignidad.
Porque de
este episodio hemos aprendido varias cosas. La primera, que en griego NO se
dice OXI. La segunda, y más importante, que se puede decir NO, u OXI, sin que el mundo se hunda bajo nuestros pies. Y,
la definitiva, que no todos los gobernantes son iguales, que se puede y se debe
nadar contra corriente cuando la corriente nos quiere arrastrar a un futuro sin
esperanza y con una creciente desigualdad. Que hay que saludar y apoyar
gobiernos que tengan en cuenta a sus ciudadanos, que les pregunten y les escuchen,
que representen realmente sus intereses, y no solo de una manera nominal y
difusa ocultando sus verdaderas servidumbres.
La lección de
los griegos nos remite a la radicalidad, a volver a las raíces, a la asamblea
en el Ágora, al protagonismo de la ciudadanía. A la libertad de elegir y a los
derechos de las personas tan duramente conquistados en el proceso civilizatorio
que nos ha traído hasta el presente. Porque este invento antiguo, la
democracia, o se construye cada día con la práctica democrática o termina
siendo un gran fraude para vestir de lo que no es a la tiranía de los mercados.