Ayer, una llamada inesperada
terminó desencadenando un ejercicio de nostalgia del que, casi veinticuatro
horas más tarde, todavía no he podido recuperarme. Venciendo una correosa
negativa a abrirme cuenta en Facebook, que venía arrastrando hace años por
considerarlo un innecesario –e incluso peligroso- expositor de las propias vergüenzas ante el mundo, la
red social me ofrecía de repente la posibilidad de recuperar el contacto con
los amigos/as del colegio. Gente que de la que, en algunos casos, hace más de treinta años que no sabía nada.
Con
medio siglo ya sobre nuestras espaldas, mis compañeros y yo mismo somos en
cierto modo, lo sepamos o no, huérfanos de una memoria que nos ha arrebatado
los espacios físicos de nuestra infancia. Un barrio de ladrillos rojos que nació
con nosotros en el albur de los 60 y que sucumbió a la piqueta cuando empezábamos
a volar fuera de él hacia nuestro destino como adultos, y un colegio blanco y
chato con oscuras galerías y patios segregados para niños y niñas que
desapareció incluso antes. Apenas quedan algunos poquísimos bloques de granito
de aquellos muros que de muy chicos se nos antojaban enormes e infranqueables,
y que aprendimos a ocupar durante largas horas entre risas y canciones cuando
dimos el último estirón.
Somos
huérfanos, también, porque nos tocó vivir unos años atropellados en los que
cambiaron muchas cosas, como cambiamos nosotros mismos. Debimos ser los últimos
niños de postguerra en una escuela en la que se formaba marcialmente en los
patios al son del “prietas las filas”, se aprendía a base de capones y
palmetazos y en mayo se traían flores a María, que madre nuestra es. Una
escuela con una directora, Doña Manolita, que nos ponía cada mañana una “máxima”
que teníamos que recoger para copiar en la pizarra de cada clase, y de la que nos
enteramos después que inventó el “día del padre” coincidiendo con San José
Obrero, para mayor gloria del Corte Inglés.
Éramos
niñas y niños de unas calles en las que se podía transitar y que eran nuestro
territorio hasta que nos llamaban nuestras madres a gritos para subir a
merendar pan con chocolate, o con mantequilla y azúcar, lo que tocara. Unas
calles en las que aprendimos a vivir con las rodillas desolladas haciendo guás
para las canicas, o fogatas que nos costaban un tirón de orejas cuando volvíamos
oliendo a humo. En las que la calzada podía ser la frontera de una batalla a
pedradas que invariablemente acababa al primer escalabrado y en la que cada
plaza era un fortín a conquistar. En las que, a falta de tecnologías, jugábamos
al escondite y a las cuatro esquinas, o a la taba, o al gol regañao, caótico
partido de un fútbol sin reglas ni límites, como nuestra ingenuidad.
Éramos
niños y niñas alegres en un país triste, en blanco y negro, en el que intuíamos
que pasaban cosas que no se decían en alto. Donde aparecían pintadas que nadie
sabía quien hizo jugándose la cárcel. Y todo, sin darnos cuenta, y como nosotros,
iba cambiando. Aprendimos a juntarnos y a conocernos, niños y niñas a quienes nos habían
segregado por un mojigato concepto del pecado, según íbamos
creciendo y las calles y los televisores se iban llenado de colores, los profes
y las profas iban siendo menos huesos (aunque ojo con Don Ramón, el malo de los
hermanos Polvorinos), y nosotros nos preparábamos para comernos el mundo.
Cuando
empezábamos a conocernos y a despertar a la vida se nos acabó el cole y empezamos
cada uno a buscar nuestro camino. Algunos seguimos viéndonos mientras el tiempo
iba haciendo su trabajo depositando un fino velo de polvo sobre nuestros
recuerdos, y nuestra pequeña patria de la infancia desaparecía para renacer en
grises y fríos bloques de hormigón mientras nosotros –la mayoría- nos alejábamos.
Pero eso forma ya parte de otra historia.
Alberto:
ResponderEliminarMe alegro mucho por tu decisión de usar el Facebook, yo siempre he sido muy reticente con él, aunque reconozco, como es el caso, que me proporcione ratos de muy agradable lectura y también de intensa emoción. Gracias por estos recuerdos y, puestos a pedir, aunque sea abusar de tu tiempo, espero poder seguir leyéndote.
Un abrazo.
Miguel.