Los demonios de este país han
tomado cuerpo y deambulan con descaro por la piel de toro asomándose impúdicos
a diario en nuestras casas a través de las ventanas digitales de nuestras cajas
tontas (la tele) y listas (ordenadores con internet). Pasean estirados sus figuras
silentes, con aires de damisela agraviada, cuando son requeridos para
justificar de alguna manera sus acciones que casi siempre tienen que ver con
haberse apropiado, para sí o para los allegados, de lo que no debería ser suyo sino de todos. Desconocen
la vergüenza –por no hablar de la ética- , que han cambiado por una pose
ofendida y retadora que enarbolan ante cualquiera que ose cantarles las verdades
del barquero y señalar sus culpas. Han conseguido al fin que la justicia social
se encuentre en el solar patrio sepultada bajo innúmeros estratos de corrupción
y de prebendas logradas al calor de un poder que será legal, pero en ningún
caso legítimo.
Nos
vendieron la moto –digo, el mito- de que la democracia representativa era el
mejor de los sistemas posibles, o siquiera el menos malo. Después nos
convencieron de que como ellos trabajarían por el bien común, podíamos vivir
despreocupados en una orgía de trabajo, ocio y consumo, que para eso éramos
parte del primer mundo, que ya no era moderno ni postmoderno, sino lo siguiente;
un mundo en el que las clases y las ideologías eran asuntos definitivamente del
pasado. El acceso a este país de las maravillas, total, sólo nos costaría el esfuerzo
de depositar en la urna dispuesta al efecto un cheque en blanco cada cuatro
años, y ya se encargarían ellos de lidiar con las macrocifras de la economía, que
es ciencia arcana y por tanto reservada a los elegidos que dominan e
interpretan su discurso, su transcurso y sus cambios de humor. Se guardaron bien,
eso sí, de leernos la letra pequeña: no nos contaron por ejemplo que los programas con que nos citaron en el
ruedo electoral tenían menos valor que un folleto publicitario, que por lo
menos te sirve para reclamar judicialmente si te engañan con el producto; o
tampoco que la receptividad ante las demandas expresadas por la gente en la
calle pudiera ser igual a cero, aderezada con una buena somanta de jarabe de
porra.
Ha
sido nuestra inacción como pueblo soberano la que ha permitido a este grupo de
demonios, encuadrados en instituciones tan venerables como son los grandes partidos
políticos “de estado” convencernos de que ellos, y sólo ellos, son los únicos
capaces de conducir la nave del estado. De que fuera sólo está el caos y la
anarquía, de que las propuestas que no controlan ellos directamente o son
trasnochadas o utópicas, irrealizables en todo caso. De que la única opción de
dar la vuelta a la tortilla es la alternancia, de modo que nada cambie porque
el mango de la sartén lo siguen agarrando los mismos desde fuera de la escena.
La
ficción se sostuvo durante los años de vino y rosas, pero la ambición de los
cleptócratas no conoce límites, y los márgenes destinados a mantener la cuota
de consumo de las clases medias pasaron a convertirse en objeto de deseo cuando
empezaron a decrecer los beneficios, se levantó la veda sobre los sistemas públicos
de protección social, con la enseñanza y la seguridad social como paradigmas, y
los que en otro tiempo fueron factores de estabilidad del sistema pasaron a ser
objeto de depredación inmisericorde. Como quiera que la desclasada y demediada
clase media sólo abre los ojos como clase trabajadora cuando se encuentra de
repente sin el trabajo definitorio de su status, quedó aturdida en semejante
paradoja y huérfana de referentes claros, noqueada por una realidad que de
repente le cayó encima cercenando a la vez su presente y su futuro.
Despojados
los lobos de sus disfraces de cordero por la obscena ostentación que algunos de
ellos han hecho del producto de su latrocinio, pretenden seguir haciéndonos
comulgar con ruedas de molino con la excusa de que se trata de hechos aislados,
negando la evidencia de la gravedad y la extensión de las prácticas corruptas
como inherentes a un sistema fallido y necesitado de un formateo que acabe a la
vez y por las bravas con las gastadas estructuras y con sus interesados ocupantes.
Pero, a la vista de lo sucedido en anteriores ocasiones, parece que gran parte
del rebaño, insensible a los mordiscos en su patrimonio y constreñido en un
redil cada vez mas estrecho, asitirá una vez más a la liturgia dispuesta a
ceder su destino a los mismos oficiantes, porque en esta sociedad del espectáculo,
como apuntaba Guy Debord, el espectáculo debe continuar. O, en términos algo más
de andar por casa, show must go on, que diría el malogrado Freddie Mercury.
Esto
en cuanto a quienes logren mantener –aunque sea a duras penas- unos mínimos
recursos que les permitan ir tirando a la espera de despertar de un mal
sueño y recuperar el paraíso consumista
que una vez fue aunque quizás nunca vuelva a ser lo mismo. Los que ya han
perdido sus bienes y viven con el temor de perder hasta su dignidad, oscilarán
entre la desesperanza y la indignación. El primer camino conduce a la nada y a la
destrucción, y unos cuantos, demasiados, ya lo han transitado cuando se han
visto sin hogar ni horizonte. El otro, más fecundo pero más peligroso, puede
llevar desde la ira a la conciencia y de ésta a la acción transformadora,
buscando a sus iguales y construyendo con ellos otro futuro posible. Pero también
corre el riesgo de enredarse en dislates de corte populista liderados por esa clase
de personajes que carroñean en las crisis en busca de la ventana de oportunidad
para vender sus pócimas milagrosas, que en realidad solo envenenan el cuerpo y
el espíritu.
Precisamente
por lo crítico del momento histórico, es más necesario que nunca cultivar con
sumo cuidado el valor de la ciudadanía, entendida como proceso de conciencia y
consciencia críticas del individuo en la sociedad. Porque para que todo cambie,
y no solo el color de la máscara del líder, hay que construir desde abajo la
alternativa. Hay que hablar y tejer redes de complicidad con los compañeros,
los amigos, los vecinos y hasta con los transeúntes. Y hay que empezar a
hacerlo ya, dejándonos de pamplinas sentimentales, reivindicaciones
autorreferenciales o debates identitarios, antes de que nos congelen
definitivamente y conviertan este país de todos los demonios en un campo yermo
en el que la única alternativa sea transformarnos en muñecos de nieve o
estatuas de hielo.
Completamente de acuerdo, te apunto aquí mis reflexiones que vienen a ser creo yo similares aunque peor expuestas:
ResponderEliminarPara mi el principal responsable de que estemos tan mal como estamos, a millas de distancia de cualquier otro culpable es el pueblo español en su conjunto, todos los demás responsables que por supuesto los hay, muchos de ellos dignos de oprobio y cárcel son actores secundarios aunque de alguna forma nos representan y de cualquier manera nos avergüenzan e irritan.
Me parece bien que queramos aplicarle a una ciudadanía inconsciente, todos los atenuantes habidos y por haber, demostrando con ello nuestra alma misericordiosa e indulgente, pero nos hacemos un flaco favor a nosotros mismos si no nos autosometemos a una severa autocrítica como pueblo y le endilgamos toda la responsabilidad de lo que pasa a la casta política, ya sea del Partido Podrido, del Psoe o de los minoritarios como IU u otros estamentos como la judicatura o el susum corde, que son muy culpables también, que duda cabe, pero que en definitiva han sido votados o apoyados por la mayoría de unos votantes de los cuales casi la mitad del censo electoral se ha quedado en su casa, como ha pasado recientemente en Galicia, por poner un ejemplo próximo en la memoria.
Nuestro pueblo, a fecha de hoy no es tan ignorante como parece, es más bien indigno y conformista e indolente con los statusquos que hemos venido padeciendo desde por lo menos dos décadas hasta hoy.
El pueblo que no comprende, o peor como es nuestro caso, que no quiere comprender, dada su funesta manía de no pensar, de no reflexionar, es el responsable de su historia y estará condenado a repetirla si no reacciona y asume su responsabilidad.
Sin autocrítica no hay paraíso, ha pasado el tiempo de echar las culpas a los otros, la culpa es sobre todo nuestra y el castigo por lo que nos pasa es en gran medida consecuencia de nuestra indolencia y precisamente el hecho tan lamentable de que estén pagando mucho, muchísimo mas los justos que los pecadores es lo que debería revolver nuestras conciencias y mas allá de las lamentaciones y los lloros por lo que pudo ser y no fue, debe de conducirnos con fervor al compromiso político y a llevar la “evangelización” a todos nuestros entornos aunque alguien no quiera oírnos y pretenda escaparse o se enfurruñe cuando le expongamos, amigables y francos pero también severos, su irrenunciable obligación moral de votar, pero sobre todo su obligación de pensar y actuar con honradez, cordura y dignidad.
Yo no quiero ser un avestruz y esconder mi cabeza, es el momento de entonar un mea culpa sin excepción y de que cada cual mire en el fondo de su conciencia cual es su responsabilidad en este tsunami de mierda, ¿que pude hacer y no hice,? y de que se comprometa en que no le volverá a pasar, comprometámonos y como mínimo no dejemos a nadie que conozcamos que se quede en su casa a la hora de votar y que cada uno vote mirando a su conciencia, porque si la participación supera el 80% como en algunos países, entonces las cosas empezaran a mejorar, si no, no lo harán y no podremos extrañarnos de que así sea y tan solo podremos culpar a la “casta” en conversaciones de “tasca.”
Un abrazo y perdonarme el rollazo.