jueves, 14 de marzo de 2013

Con la iglesia hemos dado, Sancho


Esta cita del Quijote, que los lingüistas Rodríguez Marín, Martín de Riquer o Francisco Rico aseguran que no quiere decir más que lo que dice, ha mutado y cosechado el éxito popular en un país como el nuestro, que en lo tocante a la sacra institución oscila entre la sumisión y el desprecio,  tansformándose en la más conocida “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Así, la referencia puramente topográfica de encontrarse con el singular edificio deviene en lamento crítico frente al temible poder espiritual y terrenal que, abierta o subrepticiamente, despliega la curia desde su sede romana hasta alcanzar los más recónditos lugares. Es este un poder coercitivo por cuanto impone modas y modos de vida mediante sus dogmas, en los que no cabe la duda porque son dictados por instancias infalibles, y que en su afán de universalidad condicionan a propios y ajenos incrustándose en el habla y en las mentes, en pugna con la razón, con la promesa de premios sin igual y la amenaza de castigos igualmente fabulosos que a todos se nos otorgarán sin excepción, aunque sea en otro mundo atemporal y situado en ninguna parte, cuando volvamos a ser polvo de estrellas.

            Cuando en pleno siglo XXI, en la última etapa de un progreso basado en el desarrollo de la razón, perviven, y con fuerza, estos residuos del pensamiento mágico y precientífico, hemos de preguntarnos por qué tanta gente sigue expuesta y dispuesta a engrosar las filas de unas iglesias que explotan como producto estrella la fe, ese recurso irracional de la mente humana que permite creer en algo contra toda evidencia. Desde hace tiempo estoy convencido de que el éxito de las religiones se basa en que proporcionan explicaciones sencillas y asequibles incluso para los problemas más complejos a los que se enfrenta la mente humana (con la pequeña salvedad de que sus respuestas son, en su mayoría, falaces). Súmese a lo anterior la garantía de la tradición y una puesta en escena sobrecogedora -la liturgia- que empequeñece al individuo para infundirle la adecuada dosis de temor de Dios –sumisión- y tendremos los ingredientes para constituír la ecúmene de los mansos, dispuestos a ser guiados por sus pastores espirituales en sus asuntos terrenales con una eficacia y una firmeza que ya quisieran para sí partidos, gobiernos e instituciones.

            Viene a cuento lo anterior por la última jugada que nos ha ofrecido la sede vaticana, con la inédita dimisión de Joseph Ratzinger, dizque por cansancio,  y la elección del nuevo papa, Francisco I, en lampedusiano ejercicio de cambio para que todo permanezca igual. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana viene sufriendo un permanente cuestionamiento por la ligereza con que ha permitido, en ostensible ejercicio de cinismo, que convivan en su seno un discurso conservador y ultramontano con unas prácticas, tanto en lo moral como en lo económico, incompatibles con su propia teoría, que causan por igual alarma y rechazo. Y no se trata solo de las reticencias a asumir las evidencias históricas de su sistemática promoción de guerras, torturas, inquisiciones, persecuciones o evangelizaciones a golpe de crucifijo, sino de la insensibilidad con que manejan cuestiones tan actuales como los abusos a menores por miembros del clero, el cerril rechazo al uso de los preservativos incluso en áreas tan azotadas por el SIDA como el África subsahariana, las oscuras operaciones económicas de la banca vaticana y de los gestores de su riqueza en otros países,  su afán de condicionar las políticas públicas en base a sus intereses (como cuando se intenta permitir el ejercicio de sus derechos a las minorías sexuales) o su pretensión de seguir utilizando los recursos públicos (como la educación) para difundir su ideología.

            Por tanto, y pese a la coartada de lo espiritual, son tantos los intereses temporales de esta iglesia que dan pie a especulaciones de todo tipo sobre los motivos últimos y verdaderos de todo este tinglado, cuya principal virtud ha consistido en borrar de las escaletas de los medios muchísimos otros asuntos, desplazados por la parsimoniosa coreografía carmesí del colegio cardenalicio, cegados por el brillo de dorados palios e inmaculadas casullas y ensombrecidos por el humo de fumatas de diseño que anuncian al señalado por el Espíritu Santo como vicario de Dios en la tierra y oráculo de sus designios. Un espectáculo sin duda grandioso en el que el papel de primer intérprete le ha corresponido a un cardenal argentino y jesuíta,  del que las primeras referencias apuntan a su connivencia con las autoridades de la dictadura de Videla y a su militante oposición al matrimonio homosexual y al aborto. Primer papa latinoamericano, probablemente a causa del temor a la pérdida de influencia en un área estratégica en la que comienzan a ser desplazados por otras iglesias protestantes, y en la que el dinamismo social de los gobiernos de progreso también puede resultar una amenaza a su tradicional influencia como poder fáctico.

            A falta de comprobar el sello personal que su todavía desconocida figura imprima al trono del pescador, nada hace presagiar que no vayamos a encontrarnos una vez más con más de lo mismo: una institución opaca y ensimismada que seguirá trabajando en el empeño de explotar en monopolio su franquicia de la voluntad divina para consolidar y mantener ese poder temporal del que dicen renegar, pero que atesoran con mano de hierro.

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