Cuando en este
país los demonios andan sueltos y campando a sus anchas, al otro lado del
charco despiden en loor de multitudes a Hugo Chávez Frías, carismático y
controvertido líder de la revolución bolivariana en Venezuela, que tuvo el
valor de enfrentarse a muchos de los demonios que, de la mano del imperialismo,
se habían asentado en el cono sur americano. Esos demonios que denunció en su
momento Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”, y que
provocaron que países inmensamente ricos en recursos fueran el hogar de pueblos
pobres y desasistidos, víctimas de una situación de dependencia sostenida por unas
élites políticas vendidas a los intereses de las potencias occidentales, y
sobre todo del amo yanki, que siempre
consideró al sur como su patio trasero, su despensa y su coto privado,
del que podía servirse a su entera conveniencia.
Desde su
independencia, ya fuese mediante los más turbios dictadores, o con remedos de presidencias
“democráticas”, pero podridas hasta la náusea, la mayor parte de la riqueza de
las naciones americanas había sido expoliada sistemáticamente para sostener el
desarrollo del primer mundo, eternizando su condición de países “en vías de
desarrollo”; un desarrollo que nunca terminaba de despegar, acuciado por
relaciones comerciales desequilibradas e injustas, por sistemas políticos y
sociales en los que la corrupción era seña de identidad y penetraba todos los
estamentos, y más recientemente por las presiones de una deuda ilegítima vinculada a las condiciones leoninas impuestas por los organismos financieros
transnacionales.
Hasta hace
bien poco, la soberanía nacional en Latinoamérica, si entendemos como tal la
capacidad de las naciones para decidir sobre qué camino desean tomar sin
imposiciones ajenas, era poco más que un deseo utópico. Con sola excepción de
Cuba, el largo brazo de la política exterior estadounidense había logrado poner
y quitar gobiernos, ya fuera mediante el dinero o por oscuras operaciones
encubiertas, civiles y militares, de sus
servicios secretos para garantizar sus intereses (recuérdese a F.D. Roosevelt
refiriéndose a Somoza diciendo que “puede que sea un hijoputa, pero es nuestro
hijoputa”). Pero últimamente, la victoria de las opciones de la izquierda parece
estar consiguiendo que cambie el panorama. Con diferentes grados y estilos, líderes
como Lula, Evo Morales, Correa, Múgica, y, singularmente, Hugo Chávez, se dispusieron
a tomar al fin las riendas del desarrollo de sus países, esto es, recuperar la
soberanía nacional, para promover al fin el desarrollo de los pueblos y no solo
de sus clases privilegiadas.
En el caso
venezolano, la firmeza con la que Chávez puso en marcha su proyecto
bolivariano, enfrentándose a los intereses de las multinacionales occidentales,
le granjeó inmediatamente la animadversión
del poder político y económico internacional, que lanzó una desproporcionada ofensiva
mediática para presentarle como un dictador golpista y populista y por tanto un serio
peligro para la estabilidad de la zona. Es cierto que a ello ayudaba la
personalidad tumultuosa e histriónica del propio personaje, pero no lo es menos
que pese a este carácter (o a lo mejor por ello) supo conectar con las clases
populares venezolanas, que por primera vez encontraron un lider que hablaba
como ellos mismos, y que, tras hacerse con el control público del valioso
recurso petrolero, invirtió en los desheredados, que empezaron a disfrutar de
recursos inéditos como la educación, la vivienda o la sanidad. Por más que se
quiera denostar al personaje, y pese a que subsisten serios problemas como la
seguridad ciudadana, las cifras que refrendan los resultados de su gestión son
contundentes: la reducción de la pobreza del 43,9% en 1998 al 24,5% en 2011, y
especialmente de la pobreza extrema, la generalización de la alfabetización y
la puesta en marcha de programas sanitarios, o la fuerte reducción de las
desigualdades (el índice de Gini pasó del 0,486 al 0,390 en el mismo periodo) tienen suficiente
entidad como para sobreponerse a la crítica de las formas o los mensajes.
Pero, con
todo, los resultados del liderazgo de Hugo Chávez no se limitan al ámbito
venezolano. Su fuerte personalidad le ha permitido liderar iniciativas
regionales como el ALBA, y exportar elementos de la propuesta bolivariana que
han sido asumidos con interés por los gobiernos de progreso de los países del
entorno, lo que ha convertido a Latinoamérica en el área más dinámica del globo
en lo que se refiere a desarrollo social y económico. Justo cuando en un
arranque de dignidad nacional, sus gobiernos han abjurado de las recetas del
FMI y el BM (las mismas que mantienen a Europa en una crisis sistémica que
mantiene congeladas sus economías nacionales), para controlar desde el poder público
los sectores estratégicos de la economía, poner freno expeditivamente a las prácticas
depredatorias de las multinacionales y promover políticas verdaderamente
redistributivas, que alcancen a los eternos olvidados.
Personalmente
suelo recelar de los hiperliderazgos, porque creo en las bondades de la
horizontalidad y en el conocimiento y el poder compartidos. Pero, hoy por hoy, tanto
la carencia como la sobreabundancia de información, no suelen permitir la
reflexión necesaria (y menos al nivel de poblaciones enteras) para tomar las mejores
decisiones, y todavía la opinión pública es voluble e imprecisa, necesitada de
intérpretes de la realidad que señalen el camino a seguir. Para Venezuela, y
para el mundo, el excesivo comandante ha resultado ser un visionario capaz de
infundir esperanza a los parias de su tierra. Y, como alguno ya ha advertido,
se equivocan los que piensan que su prematura muerte deja tocado su proyecto y que,
a través de la oposición, terminará retornando
el orden imperial de las multinacionales. Ciertos líderes, como el Cid o como
Gandhi, ganan sus más grandes batallas después de muertos, cuando se convierten
en mitos, en referencias icónicas de lo que significa luchar por unas ideas en
vez de por acumular dinero. Hugo Chávez seguirá siendo recordado cuando de los
libros de historia se hayan borrado, por irrelevantes, Rajoyes y Mérkeles, o Aznares
y Berlusconis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario