Esta cita del Quijote, que los
lingüistas Rodríguez Marín, Martín de Riquer o Francisco Rico aseguran que no
quiere decir más que lo que dice, ha mutado y cosechado el éxito popular en un
país como el nuestro, que en lo tocante a la sacra institución oscila entre la
sumisión y el desprecio, tansformándose en
la más conocida “con la
Iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Así, la referencia puramente
topográfica de encontrarse con el singular edificio deviene en lamento crítico frente
al temible poder espiritual y terrenal que, abierta o subrepticiamente, despliega
la curia desde su sede romana hasta alcanzar los más recónditos lugares. Es
este un poder coercitivo por cuanto impone modas y modos de vida mediante sus
dogmas, en los que no cabe la duda porque son dictados por instancias
infalibles, y que en su afán de universalidad condicionan a propios y ajenos incrustándose
en el habla y en las mentes, en pugna con la razón, con la promesa de premios
sin igual y la amenaza de castigos igualmente fabulosos que a todos se nos
otorgarán sin excepción, aunque sea en otro mundo atemporal y situado en
ninguna parte, cuando volvamos a ser polvo de estrellas.
Cuando
en pleno siglo XXI, en la última etapa de un progreso basado en el desarrollo
de la razón, perviven, y con fuerza, estos residuos del pensamiento mágico y
precientífico, hemos de preguntarnos por qué tanta gente sigue expuesta y
dispuesta a engrosar las filas de unas iglesias que explotan como producto
estrella la fe, ese recurso irracional de la mente humana que permite creer en
algo contra toda evidencia. Desde hace tiempo estoy convencido de que el éxito
de las religiones se basa en que proporcionan explicaciones sencillas y
asequibles incluso para los problemas más complejos a los que se enfrenta la
mente humana (con la pequeña salvedad de que sus respuestas son, en su mayoría, falaces). Súmese
a lo anterior la garantía de la tradición y una puesta en escena sobrecogedora -la
liturgia- que empequeñece al individuo para infundirle la adecuada dosis de
temor de Dios –sumisión- y tendremos los ingredientes para constituír la ecúmene
de los mansos, dispuestos a ser guiados por sus pastores espirituales en sus
asuntos terrenales con una eficacia y una firmeza que ya quisieran para sí partidos,
gobiernos e instituciones.
Viene
a cuento lo anterior por la última jugada que nos ha ofrecido la sede vaticana,
con la inédita dimisión de Joseph Ratzinger, dizque por cansancio, y la elección del nuevo papa, Francisco I, en
lampedusiano ejercicio de cambio para que todo permanezca igual. La Iglesia Católica , Apostólica y
Romana viene sufriendo un permanente cuestionamiento por la ligereza con que ha
permitido, en ostensible ejercicio de cinismo, que convivan en su seno un
discurso conservador y ultramontano con unas prácticas, tanto en lo moral como
en lo económico, incompatibles con su propia teoría, que causan por igual
alarma y rechazo. Y no se trata solo de las reticencias a asumir las evidencias
históricas de su sistemática promoción de guerras, torturas, inquisiciones,
persecuciones o evangelizaciones a golpe de crucifijo, sino de la
insensibilidad con que manejan cuestiones tan actuales como los abusos a
menores por miembros del clero, el cerril rechazo al uso de los preservativos incluso
en áreas tan azotadas por el SIDA como el África subsahariana, las oscuras
operaciones económicas de la banca vaticana y de los gestores de su riqueza en
otros países, su afán de condicionar las
políticas públicas en base a sus intereses (como cuando se intenta permitir el
ejercicio de sus derechos a las minorías sexuales) o su pretensión de seguir
utilizando los recursos públicos (como la educación) para difundir su ideología.
Por
tanto, y pese a la coartada de lo espiritual, son tantos los intereses temporales
de esta iglesia que dan pie a especulaciones de todo tipo sobre los
motivos últimos y verdaderos de todo este tinglado, cuya principal virtud ha
consistido en borrar de las escaletas de los medios muchísimos otros asuntos, desplazados
por la parsimoniosa coreografía carmesí del colegio cardenalicio, cegados por
el brillo de dorados palios e inmaculadas casullas y ensombrecidos por el humo
de fumatas de diseño que anuncian al señalado por el Espíritu Santo como
vicario de Dios en la tierra y oráculo de sus designios. Un espectáculo sin
duda grandioso en el que el papel de primer intérprete le ha corresponido a un
cardenal argentino y jesuíta, del que
las primeras referencias apuntan a su connivencia con las autoridades de la dictadura
de Videla y a su militante oposición al matrimonio homosexual y al aborto.
Primer papa latinoamericano, probablemente a causa del temor a la pérdida de
influencia en un área estratégica en la que comienzan a ser desplazados por
otras iglesias protestantes, y en la que el dinamismo social de los gobiernos
de progreso también puede resultar una amenaza a su tradicional influencia como
poder fáctico.
A
falta de comprobar el sello personal que su todavía desconocida figura imprima
al trono del pescador, nada hace presagiar que no vayamos a encontrarnos una
vez más con más de lo mismo: una institución opaca y ensimismada que seguirá trabajando
en el empeño de explotar en monopolio su franquicia de la voluntad divina para
consolidar y mantener ese poder temporal del que dicen renegar, pero que
atesoran con mano de hierro.