Ayer fui, como tantos miles de conciudadanos, testigo
directo de la respuesta del PP a las demandas de otra manera de actuar por
parte de este gobierno indigno. Puedo asegurar, para quien allí no estuviera,
que la cifra de 6000 personas ofrecida por la Delegación del Gobierno
es tan ridícula como su titular (cuyo marido se halla en deconocido paradero, a
lo mejor también estaba en la calle), siendo incesante el flujo de personas
que, desde las seis de la tarde, abarrotaban la Plaza de Neptuno y
alrededores.
Una multitud pacífica que solo esperaba una respuesta de
quienes teóricamente les representan y que están condenando al pueblo a unas
condiciones de vida cada vez más duras, rayando en ciertos casos los límites de
la supervivencia, y que están acabando con los derechos sociales y los
servicios públicos tan trabajosamente conquistados con el exclusivo fin de
seguir alimentando la voracidad insaciable de los poderes económicos y
financieros. Multitud que sólo exige una respuesta que tenga en cuenta a las
personas, que se niega a ser marioneta de un poder que solo le tiene en cuenta
para exprimirle hasta lo insoportable para dejarle después tirado a su suerte.
No hablan claro. No explican –porque no pueden- por qué es más
importante pagar religiosamente los intereses de una deuda odiosa e indigna que
invertir en servicios a las personas, o en economía verdaderamente productiva y
generadora de empleo. Se empecinan en contarnos que lo que hacen es lo mejor
que pueden hacer ¿para quién?. No desde luego para quien pierde su vivienda, o
su empleo, o las magras prestaciones por dependencia. Para quien tiene que
dejar de estudiar porque no puede pagar unas tasas abusivas o para la familia
que tiene que hacer la comida a su hijo y pagar encima por llevarla a la
escuela. Para quien pierde el derecho a ser atendido por su médico o para el
que ve congelado y recortado por enésima vez su magro salario. Para los de
siempre. Para los de abajo.
Lo de ayer, 25 de septiembre, fue una profecía autocumplida
de la impresentable delegada del gobierno: criminalización previa de la
convocatoria para desanimar la participación. Como esto no se consigue, y como
todo discurre en términos pacíficos, se infiltran provocadores de la policía entre
los manifestantes para justificar las cargas. Y a partir de aquí se desencadena
una violencia inusitada, con ensañamiento hasta en la huída de la gente por los
andenes de la estación de Atocha. La violencia de ayer tuvo un color, el azul
oscuro de unas fuerzas que no lo fueron del orden sino de la sinrazón. Y ante la protesta la respuesta del gobierno y de sus
palmeros y corifeos es el silencio mediatico, o directamente la mentira.
Pero hoy en día hay cauces por donde la verdad asoma, y
tanto los medios internacionales como las redes sociales son testigos incómodos
de la realidad que nuestro gobierno oculta y deforma. Aclaran quiénes son los
violentos, quiénes han decidido responder a las demandas con la represión pura
y dura, como en los tiempos en que la democracia en este país era solo una
aspiración. Ayer nuestra devaluada democracia se dejó en las calles madrileñas
unos cuantos jirones.
Ya empieza el miedo a cambiar de bando. Han pasado del
desprecio al ataque porque se saben debilitados por unos ciudadanos cada vez más
desafectos que solo han repondido, de momento, con su palabra y con su
presencia. Pero el mensaje está ahí, y esos ciudadanos han dicho claramente que
no están dispuestos a aguantar con todo lo que les echen, incluso si lo que les
echan son sus perros de presa. Cada golpe, cada herida solo alimenta más la
indignación y la rabia contra un gobierno indigno.
Pero antes de hacer una descalificación global de la clase
política, hay que puntualizar varias cosas, para poner a cada cual en su sitio
una vez que hemos hablado de bandos. Están claramente en uno, y frente al
pueblo los sicarios que no dudan en apalizar con saña a su convecinos, los que
les mandan creyéndose en el poder cundo no son a su vez más que lacayos bien
remunerados del poder económico, el más antidemocrático que existe. Están también
los dubitativos, que andan pensando todavía por qué perdieron el poder cuando
dejaron de ser lo que nos decían que eran y se plegaron a defender los mismos
intereses de las oligarquías. Y también hay algunos, pocos, que ayer no dudaron en identificar en que
bando están cuando salieron de sus escaños para mezclarse con la gente y
aguantar la violencia institucional. Porque hay políticos de una y otra clase,
más que una clase política, y ayer con sus actos y todos los días con sus
declaraciones se retratan para que veamos de qué clase son.
Es hora de decir basta. De aparcar diferencias, matices o
elementos de discrepancia. De dejar para otro momento las banderas, las historias
gloriosas y las señas de identidad, por muy queridas que sean. Hay que llenar
las calles de indignación y de lucha. Hay que callarles para siempre, con la
fuerza de miles de voces y hay que destruir este sistema perverso que explota a
la mayoría para cimentar la riqueza de unos pocos para construir una verdadera
democracia al servicio de los ciudadanos.
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